miércoles, 10 de diciembre de 2014
UN SOBREVIVIENTE: EL TAMAL
Para el semanario La Provincia
UN SOBREVIVIENTE: EL TAMAL
Orlando Clavijo Torrado
Con la fiesta de la Inmaculada Concepción – 8 de diciembre - y su víspera el 7 en que se prenden luces frente a las casas en honor a la Virgen, por lo que la gente lo llama el Día de las velitas, también se prenden las fiestas de Navidad y Año Nuevo. Esto es, que ya entramos en forma en la etapa más gozosa del año.
Hoy los supermercados ofrecen innumerables productos alimenticios con atractivos empaques de dibujos navideños – Papá Noel, estrellas, campanas y figuras del pesebre – y con supuesto sabor navideño – pan navideño, galletas navideñas, el pavo para la cena de Navidad – todo lo cual, ya listo para servir ya que no se requiere sino calentar, desplazó a las viandas preparadas por la madre en el hogar: la mazamorra de cortar – como se llamaba en toda la provincia de Ocaña - o natilla, los buñuelos y la conserva o dulce de papaya.
En aquellos tiempos en que no había neveras la mazamorra se guardaba en un cajón, bien envuelta en tela, y la madre sacaba aquel inmenso disco compacto para repartirlo por tajadas según un orden en los días de la Novena de Aguinaldos y en la Nochebuena. Los buñuelos se echaban en una bolsa también de tela y luego se depositaban en un tarro. La conserva sí permanecía en la cocina en una gran olla.
Pero falta un cuarto manjar: el tamal o hayaca. Ese cuarto plato sí no ha sucumbido a la modernidad. Sobrevive glorioso y continúa presente en la mesa navideña, anunciándose con su olor que se esparce tan pronto se empieza a abrir su envoltorio de hojas de plátano sancochadas. Es el propio aroma de la Navidad. Navidad sin tamales no es Navidad.
Como siempre, Dios ha sido muy misericordioso con la pobre humanidad agobiada y doliente – para recordar a la antigua Novena de Aguinaldos – pero más en aquellos tiempos en que no había prohibición para quemar pólvora, pues en muy pocas ocasiones se producían estragos en las personas. Todos los chicos nos llenábamos los bolsillos de totes, fulminantes, cebollitas y bengalas, saltábamos, nos caíamos y recochábamos, a pleno sol, y pese a ser una bomba de tiempo ambulante nunca nos ocurrió un percance. Hoy, por el contrario, entre más restricciones y más cuidados, más accidentes se presentan. No se sabe en dónde está el misterio, cómo explicar esto.
Al quitar la pólvora para acompañar las misas de aguinaldo también se le quitó un elemento de alegría a la temporada. No falta quien quiera descubrir en tales reglas la mano de ciertas doctrinas, como la masonería, bajo un pretendido amor a los semejantes.
Mientras tanto, que sigan sonando “Los cincuenta de Joselito”, “Faltan cinco pa’ las doce”, todo el repertorio de Guillermo Buitrago, y aquella viejísima melodía titulada “24 de diciembre” cantada por Lucy Figueroa que comienza así: “Llegó diciembre con su alegría, mes de parrandas y animación, en que se baila de noche y día, y es solo juergas y diversión…”. Y que se oigan los verdaderos villancicos – Tuntaina, Zagalillo, Noche de paz, Una pandereta suena – no importa que se cuelen los falsos como “Mamá, ¿dónde están los juguetes?”, y “El reno Rodolfo de la nariz roja”. Al respecto, repito lo que dije en otra columna hace un tiempo: que tengo mis reservas contra “Mamá… ” pues no concibo a una madre tan perversa que le niega el regalo de Navidad a su hijo y le carga la culpa al inocente Niño Dios porque presuntamente éste se dio cuenta de que el pelado la había embarrado durante el año. ¡Qué villancico puede ser eso! ¡Bienestar Familiar debía intervenir y quitarle el muchachito a la vieja!
Pero, volviendo al protagonista de este artículo, el tamal, ¡loor a su majestad, a su rico sabor y embriagador aroma, y que perdure por los siglos de los siglos, amén!
orlandoclavijotorrado@yahoo.es
orlandoclavijotorrado.blogspot.com
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10 de diciembre de 2014.
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