miércoles, 20 de agosto de 2014
EN LA ANDI
EN LA ANDI
Orlando Clavijo Torrado
Trabajar es una obligación y una necesidad. Pero, ¿cuándo se acabarán los desempleados si nadie les ofrece un empleo? Nos enfrentamos a un círculo vicioso: se quiere combatir el desempleo con puras declaraciones públicas pero no se crean ni se ofrecen puestos dignos y justamente remunerados para todos.
Sé del caso, en estos días, de unos jóvenes que se enamoraron y quisieron irse a vivir juntos. Ella tiene dos niñitas de una relación anterior. El muchacho se defiende como vendedor de mostrador en un almacén de repuestos automotores; la compañera por fin halló un trabajo en una bodega de víveres, despachando éstos a cuanto comprador madrugador se acercara. Le ofrecieron pagarle el salario mínimo, con prestaciones sociales, la afiliación a una Eps y el aporte de pensión. Hasta ahí, todo bien, todo bien, como dijo El Pibe. Lo azaroso del caso comenzó con el horario, de las tres de la madrugada hasta las diez de la mañana. Ello en sí no constituiría ningún problema si el patrón hubiera respetado el horario: el tipo resultó un negrero – como se conocen muchos en este país – que la hacía trabajar hasta la tarde, de modo que cuando la soltaba ella regresaba a su casa con los ojos en la nuca, caminando como un zombi. ¿Cómo iba a reponer el sueño durante las horas necesarias si los deberes con sus hijas, su marido y su hogar no le daban tiempo? En conclusión, ante un ritmo semejante y tan cruel explotación sólo pudo trabajar una semana. El patrono no le pagó ni un cuarto del salario mínimo, que se merecía, sino cien mil pesos. ¿Qué tenemos, entonces? Otra persona vacante.
Hace tiempos, una pariente, rubia, bonita, de unos dieciocho años, llegó a mi consultorio de abogado y me contó que había conseguido un empleo maravilloso en la oficina de un colega mío, algo anticorio, y refinado. Aunque ella empezó a trabajar a mitad de mes el hombre le aseguró que le pagaría como si hubiera comenzado desde el día primero. La única exigencia era la de ser amable con los posibles clientes y sostener conversaciones interesantes. Para lograr esto la puso a oír radio, ver mucha televisión y leer periódicos, puesto que tenía que impactar por su cultura general. “Oiga, prima - le dije - , que yo sepa, no se acostumbra pagarle a nadie antes del primer día de trabajo. A mí me late que su jefe tiene otra intención con usted”. “Grosero, atrevido, mal pensado”, me respondió disgustada. El señor se ve muy serio y es respetuoso conmigo”. “No sé, mija”, le recalqué, “pero se acordará de mí”.
Meses después regresó a visitarme y me confesó: “Primo, usted tenía razón. El desgraciado me echó porque no le atendí sus propuestas de irme a la cama con él, y no me reconoció ni un día de trabajo”. Entonces la consolé: “Ay, primita, se lo advertí que de eso tan bueno no dan tanto”.
En San Cristóbal, una chica también bonita y cercana a nuestra familia, en su desespero por trabajar no encontró sino el encargo de cuidar a un anciano francés postrado en silla de ruedas. Ella aceptó gustosa, y en seguida recibió un arrume de toallas de distintos tamaños con qué asear al viejo cada ocho días, no bañarlo, porque los franceses no se bañan, le advirtieron. Nada más en el primer intento de cumplir con su trabajo tuvo un desagradable percance: tan pronto ella llegó a la limpieza de las partes íntimas el abuelo se emocionó y le lanzó la mano a las nalgas y los senos. La muchacha reaccionó furiosa, le dio un manotón, lo dejó tirado en una tina y emprendió carrera creyendo que lo había matado.
Otra igualmente desafortunada fue cierta joven egresada de un colegio famoso de la capital del departamento que por salir de su condición de eterna cesante se dedicó a buscar empleo, en lo que fuera, como decía, y leyó un aviso en La Opinión de una lavandería que necesitaba una recepcionista. Se presentó a la empresa y allí le confirmaron que en verdad su rol no sería sino de recepcionista, simplemente. Se limitaría a recibir la ropa, contar las piezas, y entregarle el recibo al cliente. El resto de tiempo podía permanecer en su oficina, con aire acondicionado, bien arrellenada en un elegante sillón, tomando tinto y pintándose las uñas y maquillándose si quería. Mas, la patrona no le cumplió la promesa tan fantástica. Una vez que la hizo firmar el contrato de trabajo la llevó a un cuarto y le mostró cajas y talegos llenos de toda suerte de indumentarias. “¿Ve esa ropa?”, le preguntó. “Sí jefe”, le contestó. “Pues ahora tiene que tomar pieza por pieza, ordenarlas por colores, tamaños, clase de prendas y, lo más importante, el grado de suciedad”. “¿Y cómo sé el grado de suciedad?”. “Sencillo: oliéndolas”. “¿Tengo que oler pantaloncillos, medias, pantaletas y demás?”. “Por supuesto, ese es su trabajo después de recibir al cliente con la ropa”, concluyó la matrona. Con un “No señora, gracias por la oportunidad; ahí le dejo su cochino trabajo”, se despidió la joven.
Y se marchó diciéndose que en lugar de andar metiendo la nariz en los calzones de los demás era mejor seguir perteneciendo a la Andi: andi pa´riba y andi pa´ bajo.
orlandoclavijotorrado@yahoo.es
20 de agosto de 2014.
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- Cúcuta, Norte de Santander, Colombia
- Casa-Museo General Francisco de Paula Santander - Villa del Rosario
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