domingo, 24 de agosto de 2014
EL DEDO GORDO
Para La Provincia
EL DEDO GORDO
Orlando Clavijo Torrado
Según una tradición, la manera infalible de aprehender a un homicida es atar los dedos gordos de los pies del occiso. El reo no puede escapar por más de lo que intente. Contaba mi padre que en Ábrego dos hermanos dieron muerte a un corregidor en medio de una riña, y que al llegar a su casa, en el campo, cayeron sentados. Un tío de los muchachos que pasaba por allí, al ver que estaban inquietos, se movían y no podían ponerse en pie, les preguntó por la razón y ellos le respondieron que en el pueblo habían tenido que enfrentarse con una autoridad y otros hombres y al parecer habían matado a uno de ellos. El buen tío al momento presumió que al cadáver del corregidor le hubieran hecho el ardid consabido para evitar la huida de los victimarios, y tomando una machetilla cortó en el aire en cruz las invisibles ataduras. Los jóvenes se levantaron de manera fulminante y emprendieron las de Villadiego, bueno, no precisamente para Villadiego sino para Leon XIII, el corregimiento a donde iban a esconderse quienes tenían cuentas pendientes con los tribunales.
Pero véase como estas consejas a veces tienen su provecho, particularmente para la justicia. La esencia de la siguiente historia, con matices cambiados para proteger los personajes, es real.
Cabalmente en la provincia de Ocaña, Sigifreda Ascanio, dama culta y próspera pero más fea que su nombre, se apuntó a la conquista de Querubín Lindo, y con regalos lujosos lo atrajo y se casaron. Lindo –o lindoquerío, como ella lo llamaba – ,una vez posesionado como esposo de las riquezas de Sigifreda, empezó a practicar aquel refrán de que no importa que la mujer propia sea fea pues afuera se consiguen las bonitas. Entonces se entregó a una vida de placeres en discotecas y en moteles con las chicas que se prendaban de su buena pinta, paseos al río Algodonal con espléndidos sancochos de gallina criolla, y bebetas con los amigos que lo adulaban.
Su señora, a pesar de que le reprochaba tantas infidelidades y desórdenes, al final lo perdonaba y no dejaba de brindarle todos los mimos como a un rey. ¿Qué le faltaba a Querubín Lindo? ¡Nada! Sarna para rascarse. Hasta el nombre lo favorecía y la plata le sobraba. Si se daba la vida que quería, ¿qué necesidad tenía de pensar en sacar de su camino a la sufrida Sigifreda?
Pues ocurrió que este muñeco manirroto y sibarita contrató a dos matones que, por unos miles de pesos, le cumplieron el trabajo. Sigifreda fue acribillada a tiros cuando llegaba a su hogar luego de laborar en un soberbio almacén que ella había montado para que lo administrara su marido y a donde pocas veces éste se asomaba. Nadie encontraba explicación para tan macabro asesinato. “¿Acaso se trataría de una equivocación de los sicarios?”, se preguntaba la gente.
Tan pronto estuvo el cadáver arreglado para las honras fúnebres, un hermano, venido de Ábrego, justo de la famosa vereda turística Piedras Negras, se ocupó de atar los dedos gordos de los pies de su entrañable hermana, puesto que, naturalmente, nada más deseaba que el asesino o los asesinos fueran descubiertos y pagaran por el crimen.
Querubín se mostró destrozado. Lloraba tan inconsolable que conmovía su dolor. En la sala de funerales, ya avanzadas las horas, el viudo les pidió a los acompañantes que se retiraran a descansar mientras él velaba junto al cuerpo de su amada Sigifreda. Todos, menos un gorrero que no se perdía velorio, se marcharon. Al gorrero lo habían vencido el sueño y un litro de aguardiente. Pero Querubín no se percató de la presencia del inoportuno visitante que se encontraba mal recostado en una silla de un rincón.
Convencido de que se hallaba solo, el viudo abrió el féretro, quitó la cuerda de los pies y la guardó en el bolsillo. Sin embargo, el beodo entrometido se despertó en ese momento y logró ver toda la maniobra.
Al regresar la concurrencia, el borracho le preguntó al hermano de la fenecida si le habían amarrado los dedos, y le contó cuanto había observado. De inmediato el hermano dio aviso a la Policía y ésta, con indicio de tanta entidad, comenzó la investigación involucrando de primero al supuesto acongojado cónyuge. No tardó mucho él en confesar y delatar a los esbirros. Este Querubín –como todos los querubines – vivía en el cielo a costa de la acaudalada y querendona Sigifreda pero prefirió el infierno de una prisión en donde hoy aún permanece.
Moraleja: las creencias de las gentes pueblerinas no son en ocasiones tan ingenuas. Por lo que, sin descontar su valor folklórico, conviene mantenerlas y respetarlas. Y hasta fiarse de ellas.
orlandoclavijotorado@yahoo.es
24 de agosto de 2014.
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