domingo, 10 de agosto de 2014
EL DÍA DE SAN JUAN EUDES (II)
Para La Provincia
EL DÍA DE SAN JUAN EUDES (II)
Ahora, lo fuerte académicamente estaba en el latín, el francés y la preceptiva literaria; a los cursos 5° y 6° de bachillerato les dictaban griego y hebreo y algo relacionado con astronomía. Por supuesto que las asignaturas de matemáticas, geografía, historia y ciencias naturales recibían suma atención.
Insisto en la estricta disciplina que regulaba desde la levantada a las 5 de la mañana hasta la acostada a las 8 de la noche, formando filas en silencio para ir a cumplir cualquier actividad, menos para recibir en el locutorio o sala de visitas al acudiente. Íbamos en ordenada fila a asistir a la bella capilla – aun conservada como una reliquia histórica – a la misa de la mañana y el rosario de la noche, al dormitorio, al refectorio o comedor, a los salones de clase y a las salidas a la calle al paseo semanal o al grandioso paseo general de cada mes.
Sin embargo, vale aclarar que tampoco todo era rigor, meditación, oración y estudio: asimismo tenían cabida los deportes y el juego – recuerdo la terrible “guerra” con una pelota de caucho macizo con la que, si se dejaba uno pescar, le sacaban el aire del buche -. Había, igualmente, tertulias literarias con declamaciones a veces de piezas graciosas como “Mi pulgatorio” y otras, y representaciones teatrales para el pueblo ocañero con boleta paga.
Pero más que la alegría y la libertad de recorrer los alrededores de Ocaña en los paseos semanales – Cristo Rey, la Ermita, Pueblo Nuevo, Buenavista, el Agua de la Virgen, el río Algodonal y cuanto monte encumbrado hubiera, en donde jugábamos al beisbol con semillas grandes de cualquier árbol y recogíamos y comíamos guayabas y lavábamos los pañuelos con pepas de jaboncillo -, nos entusiasmaba infinitamente la llegada del 19 de agosto, la fecha del santo fundador, san Juan Eudes. En esa ocasión la Comunidad echaba la casa por la ventana: se adornaban los pasillos con banderines de colores y carteles cómicos recordando anécdotas ocurridas en el transcurso del año anterior; recuerdo el cartel que representaba al padre Naranjo desafiando a un villacarense para que se dieran en las muelas y alrededor gotas de sangre. Ese día no sonaban los valses de Strauss que amenizaban los recreos sino bambucos y pasillos fiesteros – aunque el vallenato ya se asomaba era demasiado pecaminoso para escucharlo, y menos la Pata Pelá y otros merengues de los Corraleros de Majagual o los porros de Pacho Galán -.
Lo mejor estaba en el refectorio. No se suprimían las dos lecturas que teníamos que hacer subidos en un púlpito, la primera de apartes de la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, y la segunda de un capítulo de una novela de Julio Verne o de una obra histórica como el “Sitio de Jerusalén por Tito”. Pero, empezando por el desayuno, todo era especial. Hasta un arreglo floral ponían en cada mesa. Por el torno que giraba y daba de la cocina al comedor ese día no servían el simple vaso de jugo de naranja, la delgada arepa y el huevito en tortilla, sino una gran jarra con jugo, una fuente con pan con mantequilla, mermelada, doble ración de huevo, y una taza grande de espumoso chocolate. Los padres, cuya larga mesa ocupaba una tarima alta, abandonaban la adustez, se reían, se veía que se hacían bromas, en fin, estaban felices, y nos dejaban a nosotros ser felices.
Sin embargo, señores, el almuerzo sí que era macanudo. El menú comenzaba con una copa de vino, sí, una copa de vino que por la falta de costumbre nos encendía las mejillas, luego un consomé, y a continuación, una ancha bandeja con un trozo espléndido de pollo, una veneranda papa sudada, arroz seco en forma de montículo coronado por una hoja de perejil, tajadas de maduro frito, ensalada dulce y, de remate, un exquisito postre en platico. Ese día sí que quedábamos más llenos que mozo de cocinera. Ese día tampoco eran obligatorios los juegos de la guerra y quemados; nos daban libertad para echarnos al piso, sentarnos en las bardas, sacar agua a discreción de la resguardada y casi prohibida tinaja que aliviaba la sed después del juego, y bailar y dar vueltas en el patio y brincar sin restricción.
¡Bendito día de San Juan Eudes! ¡Cómo te añoro ahora, en mis años dorados! ¡Cómo te recuerdo en este agosto, en aquellos claustros de mi niñez y mi adolescencia, tan sencillos, austeros y severos y de tanta placidez como nunca más he vuelto a experimentar!
orlandoclavijot@hotmail.com
10 de agosto de 2014
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