miércoles, 4 de noviembre de 2015
LAS OBRAS DEL MALIGNO
Para La Provincia
LAS OBRAS DEL MALIGNO
Orlando Clavijo Torrado
Salomé Leal había llegado de Ábrego. Allí, en La Florida, conoció a su esposo José Antonio Peñaranda. Compraron una pequeña finca en la vereda El Alto. Prosperaron abundantemente en la producción agrícola y regularmente en la crianza de hijos: siete, nada más, muy pocos para lo mandado. Se llamaron Antonia, Blas, Adriano, Francisco, Daniel, Pastor y Elena.
En aquella época, por 1925 o más, era una rareza que la gente del campo supiera leer. Pues esta matrona sí sabía, y muy bien, con fuerte entonación, pausada, articulando las palabras, y con sentido y emoción.
Los domingos en la tarde los vecinos se reunían en su casa para oír la lectura de la biblia. Entre ellos estaba un niño que hoy es un anciano de 90 años, de quien he aprendido muchas historias. Según él, doña Salomé sacaba de un baúl de madera un libro inmenso que compara con una jamulga (o enjalma, en concepto de mi interlocutor. En el diccionario encontré jamuga, que significa especie de montura para mujeres). En todo caso, aquel libro se abría y se extendía como una enjalma.
Lo que ella leía dejaba a la concurrencia en un estado en que no sabía, como dice el himno nacional, “si admiración o espanto, sentir o padecer”. Después de las lecturas les predicaba, exponiéndoles, a su entender, el significado de todo aquello que sonaba como enigmas:
- Aquí está pronosticado – les explicaba – que vendrán días en que los hombres volarán como pájaros. También se anuncia que los hombres hablarán por entre unas cajas y la gente no los verá. Que una persona escribirá una carta en un lugar lejano y el destinatario la leerá al instante. Todo eso será obra del maligno.
No pasaron muchos años antes de que mi amigo viera cumplidas las profecías de la abuela. Por supuesto que en aquella remota aldea y en aquellos apacibles años ignoraban que ya se habían inventado los aviones, la radio, el telégrafo y el teléfono. El único aparato que conocían era el gramófono, y luego la victrola, para oír música en pesados discos, lo que se llamaría después con gracia “música molida”.
Sin embargo, la profecía que les erizaba mayormente los pelos era la de la “acabasón del mundo”, la del fin de los tiempos en medio de llamas de fuego, terremotos, inundaciones, ciclones, hielos y pestes. ¡Qué miedo! Esos pobres vecinos regresaban a sus casas en silencio, con el Credo en la boca, rezando más si era que se podía rezar más. Hasta los que bajaban al pueblo a emborracharse y montar la furrusca a plomo y cuchilla con cualquiera, temblaban.
- Oigan bien esta profecía – les dijo un día la santa mujer. El mundo durará mil y tantos años pero no llegará al año 2000.
Muy pocos de los que escucharon semejante vaticinio están vivos. El globo terráqueo siguió girando después del 2000, pero a juzgar por el calentamiento global que estamos viviendo, los cambios climáticos que trae el temporal del Niño, los sunamis, las tormentas tropicales y los huracanes de todos los nombres, y las epidemias que surgen o resurgen, pareciera que doña Salomé se equivocó por un pequeño margen de error, pues uno o dos siglos son poco tiempo para la historia de la humanidad.
Sin contar, entre el cúmulo de males, fenómenos y catástrofes apocalípticos, el trastoque de los valores y las costumbres en un torbellino en que lo de arriba está abajo y lo de abajo arriba, lo bueno es malo y lo malo es bueno, los hombres son mujeres y las mujeres son hombres, etc., etc.
Si doña Salomé viviera de seguro señalaría que estos son los tiempos profetizados por las Sagradas Escrituras y de los que les hablaba a sus amigos en su alero campesino allá en La Florida: sí, definitivamente, la “acabasón del mundo”.
orlandoclavijotorrado@yahoo.es
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4 de noviembre de 2015
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