miércoles, 3 de diciembre de 2008

CRONIQUILLA - LAS JUGARRETAS DE AQUELLOS DICIEMBRES

CRONIQUILLA

LAS JUGARRETAS DE AQUELLOS DICIEMBRES
Orlando Clavijo Torrado

En una entrevista realizada hace algún tiempo por la sección Agenda Joven de La Opinión encontré que la mayoría de los entrevistados afirmaba que no tenían ni idea de qué era eso de jugar a los aguinaldos. Alguno manifestó que poco le interesaba el cuento, otro aseguró que jamás jugaría semejante juego. La lectura de esto nos señala que estamos ante una tradición perdida. Dado que se trataba de un sencillo pasatiempo que pudiéramos calificar de inocente e inocuo, nada más el explicarlo a las nuevas generaciones lo sume a uno en el ridículo, pues le resultan con comentarios como: ustedes sí eran bobos, ¿no?; qué pendejada dizque la pajita en boca y darse palmaditas por la espalda. Tienen razón los chicos pues hoy la cosa es distinta: dos cucharadas de caldo y mano a la presa.
La polvorada – sustantivo sin doble sentido que no figura en el diccionario, y significa echar pólvora sin medida – desde inicios de diciembre hasta entrado el mes de enero, es otra tradición que tiende a desaparecer por causa de infantes lesionados o muertos, los decretos gubernamentales y la persecución a los pirotécnicos y expendedores de los artificios al por menor. Por ello, las noches decembrinas son ahora silenciosas.
Sin embargo, las misas de aguinaldo en las madrugadas, ¡bendito sea Dios que todavía se conservan!
Y por fortuna, para que no se mustie la alegría que trae esta bella temporada, asimismo se mantienen las bromas del Día de los Santos Inocentes.
En alguna Croniquilla contaba yo cómo nos solazábamos en esa fecha en nuestra infancia y adolescencia, lo que motivó que una pariente residente en otro país me dijera en un e-mail que se había trasladado emocionada en el recuerdo a las inocentadas, pero que ella era una niña juiciosa y no hacía las marranadas – es el término que usó – de nosotros. ¡Hombre, prima! ¡Si nosotros también éramos unos ángeles candorosos, dispuestos nada más que a reírnos y hacerles fiestas a los parroquianos!
De esas inocentadas, la que más dejó impronta en la villa fue la de la plasta o bollo, así llamado popularmente el producto intestinal.
Por aquella época, siendo estudiante en Bogotá, este servidor vio en la carrera 7ª aquel simpático juguete que remeda perfectamente un excremento humano. Se me ocurrió llevarlo al pueblo como novedad para el Día de Inocentes. Antes de referir los episodios, miremos primero el combo de mamadores de gallo: mi padre, que lucía tan serio, el alcalde, que lo era mi tío Eliécer Torrado, el recaudador de hacienda – don Sócrates Gutiérrez -, el tesorero – otro tío, Ramoncito Torrado -, empleados de la alcaldía y el juzgado, en fin, todo el tren de empleados y dirigentes cívicos, estudiantes, señoritas y vagos en montón. Salimos, pues, en la gloriosa fecha, en visita de casa en casa. Al llegar al sitio elegido, poníamos la plasta en la mitad de la sala, rodeada de un charquito de agua formado con un atomizador de pelo usado por las muchachas. Por supuesto que la matrona se esmeraba por atender a visitantes tan especiales; luego, a una señal, todos sacábamos un pañuelo y nos cubríamos la nariz haciendo gestos de asco. La señora al punto encontraba el foco de la presunta suciedad y ante su reacción, de vergüenza o pánico por lo general, en la que la dejábamos unos buenos momentos, le decíamos en coro: ¡pásela por inocente!
Recuerdo que la esposa de un integrante del combo sufrió un leve desmayo, y luego que se repuso, entre risas y reproches, quiso que todo se arreglara y nos obsequió, muy bien servido en bandeja fina, un trago de aguardiente. Con gusto levantamos la copa y la llevamos a los labios de un envión, y ¡zas!, ¡qué horrible mueca la que mostramos pues lo había cargado de sal! ¡Me la pagaron!, exclamó dichosa la refinada dama.
Otra ama de casa le levantó la faldita a la hija menor, atribuyéndole la autoría de la gracia, y le aplicó un fuerte correazo. Otra nos iba estropeando el bollo al taparlo con tierra, y debimos levantarlo con cuidado y limpiarlo como un tesoro. A la enfermera se le dijo que era de borracho y por poco se vomita.
En fin, el recuerdo de la gozadera de aquel día aún estremece nuestros corazones y la risa resuena con la misma alegría del fausto momento.
El juguete fue perdiendo su color, su textura y firmeza de tanto colocarlo atravesado en los sitios más inoportunos -¿u oportunos? – y tuvo el fin que se merecía: botarlo, como se bota lo que semejaba.

orlandoclavijot@hotmail.com


Cúcuta, 3 de diciembre de 2008.

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CERCA DE LAS ESTRELLAS

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Museo Antón García de Bonilla

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Orlando Clavijo Torrado y Luís Eduardo Páez García junto a la foto del General Mateo Torrado, tío bisabuelo del primero, quien la donó. Don Justiniano J. Páez, abuelo del doctor Luis Eduardo, en su obra histórica al referirse a la guerra de los Mil Días, da fiel cuenta de las acciones del General Torrado en la contienda, en virtud a haber actuado como su secretario.

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Hermanos Clavijo Torrado, Orlando, Nora, Edilia y Olga. Julio de 2010, Ocaña - Junto a la bandera con la imagen del Libertador Simón Bolívar bordada por señoras de Ocaña al conmemorarse el primer centenario de la independencia (1910).

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En la Academia de Historia de Norte de Santander

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