PARA EL SEMANARIO “LA PROVINCIA DE OCAÑA”
BOMBA CON CEBOLLITAS
Orlando Clavijo Torrado
Por muchos años los fuegos de artificio – morteros, tumbarranchos, sonajeros, buscaniguas, martinicas, voladores cuartos y quintos (porque llevaban cuatro o cinco truenos), las luces de Bengala, los toros y vacas de candela y las recámaras - acompañaron las fiestas de Navidad y año nuevo. Su comercio era libre, callejero, vendidos por cualquiera y adquiridos por grandes y pequeños. Ahora están virtualmente prohibidos y hasta penalizados principalmente por protección a los niños.
Bueno: con los de mi generación hablamos de estos asuntos y le damos gracias a la Providencia porque en aquellos tiempos nos protegió al máximo ya que nosotros sí que jugábamos con candela. Los percances eran esporádicos y no como hoy que ocurren a diario. Sólo viene a mi memoria que al secretario de un juzgado se le enredó en una pierna un alambre desprendido de una bola de candela que pateaba, pues ese era un juego normal. ¿Normal? ¡Sí, y además divertidísimo! Mirando desde la atalaya de la madurez deducimos que eran juegos salvajes, atrevidos, y que a no ser por la misericordia divina, quién sabe si viviríamos. El mozalbete aquel sufrió tales quemaduras que debió permanecer varios meses en cama.
Se le tenía una confianza infinita a la pólvora (en muchas tiendas se expendía sin restricciones la dinamita; la única precaución radicaba en mantenerla mojada para evitar una explosión; esa dinamita se utilizaba para pescar). ¡Válgame Dios!
Dentro de este contexto me remonto a un hecho protagonizado por un compañero de estudio en el Seminario Menor del Dulce, muy ligado a mí por el afecto y la sangre: llegaron las vacaciones de fin de año y nuestro héroe quiso llevar a su patria chica una buena cantidad de “cebollitas”, artefactos que estallaban a la menor fricción pero cuya mayor gracia consistía en lanzarlas al piso y que ojalá reventaran debajo de las naguas de una vieja; también servían para asustar muchachas, en fin, para la gozadera; él pretendía obtener suficiente lucro con su venta. Yo lo acompañé a buscarlas. Nos indicaron un sitio del que recuerdo que había que atravesar el río Algodonal. Éramos, más que adolescentes, unos niños, de modo que energía y arrestos no nos faltaban. En una casa humilde vivía el polvorero. Mi amigo empacó el cargamento propio para una guerra en su baúl de madera, amortiguado entre cobijas y ropa. Y así se enrumbó para su pueblo en un bus de Peralonso. El carro cruzó por llanos y hondonadas, climas calurosos, medios y fríos, saltó por piedras, baches, terraplenes y charcos. Para humanos y carga, por aquellas mal llamadas carreteras, los autobuses eran unas batidoras. Entre tanto, mi condiscípulo, sufra en secreto y rece porque no volaran en átomos al cielo. ¡Uf! Por fin llegó a su destino; todos estaban sanos y salvos. Ni el chofer ni los pasajeros se enteraron de que habían viajado con una bomba de tiempo a bordo. ¡Y a vender “cebollitas” se dijo! Me contó que no le quedó ni una y que fue jugosa la ganancia. ¡Ah! y que se rió de lo lindo viendo correr a las viejas.
Después de esto, ¿cómo se nos podía calificar? ¿De imprudentes, temerarios, irresponsables, suertudos? Todo junto, pero por encima de ello, ¡jóvenes!
Hoy, ya a la edad serena, aconsejamos, como en los espectáculos de ilusionismo peligrosos por televisión, no hacer nada de lo narrado antes, ¡ni locos!
orlandoclavijotorrado.blogspot.com
viernes, 25 de noviembre de 2011
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