viernes, 3 de octubre de 2008

CRONIQUILLA-CÓMO DEJÉ EL BOLEGANCHO

CÓMO DEJÉ EL BOLEGANCHO
Por Orlando Clavijo Torrado


El hombre es de San Calixto. Por aquellas cosas de la vida emigró del campo hace muchos años y no fue sino abandonar su hábitat para coger el vicio del trago. Sin más preámbulos, se volvió un borracho irreductible, sangripesado, pelión, irónico, irresponsable pues vendió hasta los calzones para alimentar su apetito y, claro, perdió el hogar.
Como a todo alcoholizado, algunos lo miraban con lástima, otros con desprecio, quiénes con asco, y muy pocos con simpatía; éstos, naturalmente, eran sus compañeros de bebezón. Don Jartón – vamos a llamarlo así – de reojo miraba las reacciones negativas de la mayoría de la gente, pero en su fuero interior se sentía feliz de su vida. Aquellos llamados de algunos buenos amigos - “ ¿por qué no dejás el trago?”, “mirá que te va a matar” – los oía como se oyen las noticias de países muy lejanos.
Es que esa alegría que dan los primeros tragos, la efervescencia de la continuación con rumbo a la embriaguez y finalmente la cúspide de lo que adquiere el calificativo de jala, juma, pea, bombá o rasca, en que se cae redondo en la silla o sobre la mesa de la tienda o el café, eso, eso es lo más delicioso. ¿Que al día siguiente viene la resaca o guayabo? ¿Cuál es el problema? Para resolverlo se hizo también el aguardiente. Así, don Jartón pedía y se mandaba una cantidad dando la medida con los dedos meñique y pulgar escondiendo los otros. Dos campanazos de esos – como los llamaba mi abuelo Ramón Torrado Vergel – paraban a un muerto.
Pero también por cosas del destino algún día decidió regresar a la parcela, no porque quisiera volver a tomar la machetilla y la pala sino invadido de nostalgia. La escala de bebida ya iba en el anisado tapado con un trozo de tusa de maíz. No alcanzaba para más. ¡Imposible que aquel día no llevara su buen litro de bolegancho!
Emocionado por volver a su pegujal, paseó por los rincones en donde había transcurrido sana y amable su existencia, hasta que llegó al corral de los marranos, en donde éstos se zambullían en la charca y engullían desesperados y desordenadamente el alimento. Allí se brindó con un trago largo, y lanzó el envase a la canoa; el residuo del licor impregnó el salvado. Los cerdos husmearon aquello y salieron en estampida.
Don Jartón quedó estupefacto: ¡los animales que no rechazaban inmundicias le huían al bolegancho! Entonces, él, un ser humano, ¿era peor que un marrano?
La lección fue suficiente. Desde ese día Jartón dejó de ser jartón y hoy es un caballero pulcro y exitoso dedicado a negocios y trabajos en la ciudad.
Con estas palabras terminó su relato: “Así, doctor, dejé el bolegancho”.


16 de abril de 2008.

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En la Academia de Historia de Norte de Santander

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