CRONIQUILLA
MI PARAÍSO PARTICULAR
Orlando Clavijo Torrado
Recordando el consejo de evocar momentos o lugares placenteros para descansar o conciliar el sueño, una noche de estas lo apliqué, con inmediato resultado. Me trasladé a mi sitio preferido de niño, al que yo llamaba mi propio jardín terrenal, fiel copia del dibujado en las Cien Lecciones de Historia Sagrada. Se hallaba ubicado en el solar de la vieja casa que luego mi padre regaló a mi abuelo, quizá a menos de un centenar de metros, en la pendiente que terminaba en la quebrada. Esta, mirada hoy, no dista medio kilómetro de la casa, pero las distancias y los tiempos de los niños son enormes, de modo que por aquella época la quebrada estaba ubicada a una larga e interminable jornada. Es decir, a mí se me antojaba sumamente remota, por lo que pocas veces me aventuré por esas lejanías: ello estaba prohibido en virtud a los “inmensos peligros” que implicaban para un niño, en la perspectiva paterna. Pero ¡qué agua tan pura y rumorosa corriendo entre lajas e inmensas rocas!
Así, mi paraíso privado estaba en la mitad del camino entre la casa y la quebrada. Consistía en una planada, cuyo piso permanecía tapizado de hojas de guamo y, en donde, por supuesto, no faltaban las frutas del árbol utilizado para sombrío del café. Sí, las guamas, en su extraña presentación en forma de sable, de gruesa corteza con numerosos estuches dentro, de dulce algodón, que guardaban la semilla. ¡Qué sabrosura de confite! Pero alrededor había también aguacates – que dejaban caer ya en sazón en aquella alfombra sus frutos - ; zapotes, que regalaban pepas cubiertas de barbas, duras de abrir; escondido, un árbol de pomarrosa; plataneras cargadas de racimos de guineos al alcance de la mano, que sin poder contener las pecas y la miel se rajaban de maduros; y en el contorno, naranjos y limoneros. Además, palmas de lucaica – lucua – y otros arbustos. Las chicharras, adheridas a los grandes árboles, cantaban con ahínco en el verano, hasta tanto la mano infantil las apresara de súbito. Completaban mi pequeño edén mariposas de hermosos colores y pájaros de matizados plumajes que revoloteaban inquietos entre el follaje y las flores y ponían una música inigualable.
Bajo aquel verde domo, acariciado por el fresco viento y al acorde del murmullo lejano de la quebrada, reposaba y soñaba a mis anchas, sin perturbación alguna. ¿Díganme si no era aquello el paraíso terrenal?
¿Y díganme si con recuerdos semejantes el sueño se resiste en llegar? En absoluto.
Evoquen, queridos lectores, sus mejores momentos o los ambientes o sitios agradables de cualquier etapa de su vida y comprueben los beneficios. ¡Felices sueños! ¡Feliz relax!
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Cúcuta, 14 de abril de 2006.
MI PARAÍSO PARTICULAR
Orlando Clavijo Torrado
Recordando el consejo de evocar momentos o lugares placenteros para descansar o conciliar el sueño, una noche de estas lo apliqué, con inmediato resultado. Me trasladé a mi sitio preferido de niño, al que yo llamaba mi propio jardín terrenal, fiel copia del dibujado en las Cien Lecciones de Historia Sagrada. Se hallaba ubicado en el solar de la vieja casa que luego mi padre regaló a mi abuelo, quizá a menos de un centenar de metros, en la pendiente que terminaba en la quebrada. Esta, mirada hoy, no dista medio kilómetro de la casa, pero las distancias y los tiempos de los niños son enormes, de modo que por aquella época la quebrada estaba ubicada a una larga e interminable jornada. Es decir, a mí se me antojaba sumamente remota, por lo que pocas veces me aventuré por esas lejanías: ello estaba prohibido en virtud a los “inmensos peligros” que implicaban para un niño, en la perspectiva paterna. Pero ¡qué agua tan pura y rumorosa corriendo entre lajas e inmensas rocas!
Así, mi paraíso privado estaba en la mitad del camino entre la casa y la quebrada. Consistía en una planada, cuyo piso permanecía tapizado de hojas de guamo y, en donde, por supuesto, no faltaban las frutas del árbol utilizado para sombrío del café. Sí, las guamas, en su extraña presentación en forma de sable, de gruesa corteza con numerosos estuches dentro, de dulce algodón, que guardaban la semilla. ¡Qué sabrosura de confite! Pero alrededor había también aguacates – que dejaban caer ya en sazón en aquella alfombra sus frutos - ; zapotes, que regalaban pepas cubiertas de barbas, duras de abrir; escondido, un árbol de pomarrosa; plataneras cargadas de racimos de guineos al alcance de la mano, que sin poder contener las pecas y la miel se rajaban de maduros; y en el contorno, naranjos y limoneros. Además, palmas de lucaica – lucua – y otros arbustos. Las chicharras, adheridas a los grandes árboles, cantaban con ahínco en el verano, hasta tanto la mano infantil las apresara de súbito. Completaban mi pequeño edén mariposas de hermosos colores y pájaros de matizados plumajes que revoloteaban inquietos entre el follaje y las flores y ponían una música inigualable.
Bajo aquel verde domo, acariciado por el fresco viento y al acorde del murmullo lejano de la quebrada, reposaba y soñaba a mis anchas, sin perturbación alguna. ¿Díganme si no era aquello el paraíso terrenal?
¿Y díganme si con recuerdos semejantes el sueño se resiste en llegar? En absoluto.
Evoquen, queridos lectores, sus mejores momentos o los ambientes o sitios agradables de cualquier etapa de su vida y comprueben los beneficios. ¡Felices sueños! ¡Feliz relax!
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Cúcuta, 14 de abril de 2006.
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